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SEMBRANDO GENTE GENTE EN LAS MARGARITAS



Actividad: Conversatorio # 3 - Diagnostico sensorial territorial

Lugar: Vereda Las Margaritas (Usme) Una serpiente encantada se abría paso entre árboles y rocas. A metros podía escucharse la ondulación hipnótica de su cuerpo inaprehensible, el sonido arrullador de su voz transparente, el melódico susurro de su canto maternal. De la cumbre bajaba una diosa fecunda que alimenta a sus hijos con leche de nubes, un animal puro y libre jugando a envolver las formas con su piel de cristal, el milagro irremplazable donde Heráclito y los muiscas encontraron una imagen, un símbolo y una deidad que refleja sin sombras una verdad antigua: el agua, una lección de cambio, movimiento y adaptación; una semilla de cielo que es nuestro deber cuidar, una Madre amorosa y sabía que dio a luz a los Chibchas, al hombre como especie y, sin miedo a exagerar, a ese misterio divino que llamamos Vida. Ese era el sitio donde se convocó y planeó la realización del tercer conversatorio del proyecto “Retomando el camino hacia el Sunapa", y en el que se resolvió desarrollar la actividad al aire libre, en el campo, en un espacio que permitiera sin esfuerzos o imposturas evocar y restituir el amor por la naturaleza y la tradición muisca en todos los invitados, incluyendo por supuesto el equipo de trabajo que es siempre huésped y aprendiz del venerable páramo. Agua en los arroyos, en los suelos, en la vegetación y en la atmósfera, agua en todo lugar donde se pongan los ojos. En la vereda Las Margaritas de la localidad de Usme, el agua es el territorio, el aire un barco de niebla y el páramo una certeza. A unos ocho kilómetros del lugar más emblemático del Sumapaz, la célebre Laguna de Chizacá o de Los Tunjos, el paraje conocido como El Campamento en la vereda Las Margaritas nos invita a recorrer de la serena e intemporal belleza que caracteriza el ecosistema del páramo. Sin exhibir la verde y húmeda aridez de la recurrente imagen de estas zonas –en las que la laguna, los frailejones y una montaña sembrada de pajonales y roca componen el clásico bodegón– el sector de El Campamento anuncia con sus grandes piedras, su aura de agua y el arbustivo enjambre de su flora, que a pesar de no ser el corazón de ese Padre Mayor llamado por los indígenas Sunapa, es sin la menor duda parte de su descomunal cuerpo. Mano, pierna o brazo, en Las Margaritas ya estamos dentro de ese Leviatán sagrado hecho de niebla, montes y gloria; ya caminamos sobre la delicada piel de la mayor esponja de agua del mundo: el páramo de Sumapaz. A los pies de una gran piedra ubicada en la ronda y lugar de unión del río Chizacá (más abajo convertido en río Tunjuelo) y la quebrada Las Margaritas, se decidió tejer el círculo de palabra para compartir el mensaje del Camino hacia Sunapa. Un mensaje que ese día, seguramente a causa de la indiscutible influencia del paisaje sobre nuestras almas, giró en torno a la metáfora de la semilla y del cuidado del agua. Luego de que todos los asistentes nos presentáramos y expusiéramos detalladamente nuestra procedencia y precedencia, nuestro origen territorial y el de nuestros antepasados hasta donde lo conociéramos, le tocó el turno de hablar y presentarse a los “Pabas” Mhuisqas que nos acompañaban, a los brotes vivos de esta cultura que estaban allí con el propósito de compartir y descubrir los vestigios de su tradición en ese territorio y el camino de acción apropiado para recuperar y restituir la memoria y el legado de su etnia en la zona del Sumapaz; lugar sagrado de pagamento donde se adoraba al Padre Sol y de donde según el mito bajó Bochica al altiplano. –La enseñanza primaria es el cuidado del agua porque el agua es sagrada; el agua que está resguardada en las lagunas del páramo, esa agua que nunca se seca, esa agua es bendita. Esa misma agua, es la que está en la iglesia– recalcó el “Paba” Wibi con voz natural y franca. –Cuidar el agua es cuidar a las mujeres, cuidar el agua es cuidar a las abuelitas, cuidar el agua es cuidar a las hijas, cuidar el agua es cuidar a la Madre. Y eso hay que recuperarlo porque se ha olvidado, está un poco olvidado. Esa agua de vida en este tiempo despertó, estaba dormida, ya despertó. Ahora tenemos que cuidar esa agua otra vez; eso es lo que se llama: “el territorio”, eso es lo que se llama: “la semilla”, “la comida”, todo, todo… está ahí en el agua, declaró el “Paba” Wibi (Padre y hombre sabio en lengua Mhuisqa) con irrefutable y amorosa convicción. Dwe Wibi Paleluz, que quiere decir: el que cuida la semilla que germina, y Cuchavita Boñi, que significa: el que cuida la semilla de agua o semilla de vida, es el nombre de los dos “Pabas” o sabedores muiscas que alimentaron con su sensibilidad y experiencia aquel círculo de palabra, donde al calor de la remembranza de la tradición gastronómica de Boyacá y Cundinamarca, se fue cocinando poco a poco la memoria, al punto de hacer hervir viejas historias escondidas en el fondo de la olla de gran parte de los presentes; entrañables relatos de familia en los que el maíz tuvo un papel protagonico y en los que hoy tiene el sabor dulce de los mejores recuerdos, el inconfundible sabor a receta de los abuelos. Arepas, embueltos, masatos, chicha, entre otras, fueron algunas de las viandas ancestrales que los participantes reconocieron haber aprendido a preparar o degustar por legado familiar; de esta fauna popular del altiplano cundiboyacence, fueron la arepa cariseca y una chicha llamada “la flor de maíz” las que sorprendieron por su condición más típica, o como diriamos siguiendo la metáfora, su condición endémica: –Esa arepa, nuestros antiguos, nuestros padres, y los padres de esos padres que eran los antiguos Mhuisqas, Chibchas; ellos hacían esas arepas– así se refiere el “Paba” Cuchavita aun tipo especial de arepa que preparan por Chiquinquirá y la que según él se cocina por una cara en la braza y por la otra en la laja de una piedra, quedando de esta manera sin agua y permitiendo su conservación por largo tiempo –así mismo, también se tostaba el maíz molido y se guardaba la harina para hacer una colada de maíz, se le echaba leche, se revolvía la harina y con eso se desayunaba; de igual forma, la gente llevaba en sus bolsitas harina de maíz, o maíz tostado con pedacitos de marrano para el camino. También se hacía una chicha muy especial que se llamaba “la flor del maíz”. Esta era una chicha espesa que se guardaba siempre para cuando llegaba la visita o algunas fiestas– concluyó el “Paba” con alegría y jubilo, su acertada evocación y correlación de las prácticas gastronómicas chibchas con la actual tradición de la cocina cundiboyacence. Para los muiscas el ayua o agua equivale también al grano maíz, un alimento divino de donde surgen algunos de sus dioses, una palabra de aliento que nutre con sus colores, un fruto del origen que representa la luz que le ha sido dada a los hombres para afrontar las tinieblas, el símbolo esencial alrededor del cual muchos pueblos de América tejen la urdimbre de sus mitos, sus ritos y sus más profundas creencias. Puestos a pensar el mundo Amerindio de manera elemental, asociando los grandes bloques culturales de Mesoamérica y Suramérica con la lengua que usaban y el elemento que los regía, podríamos decir que aunque comparten varias alegorías en sus imaginarios, para cada cultura existe una jerarquía, una imagen o un símbolo que desde el mito y su aura ilumina sus quehaceres, sus prácticas y sus modos particulares de existencia. Náhuatl al norte, Chibcha en el centro y al sur el Quechua, en ese correspondiente orden de grandes lenguas imperiales y de matrices lingüísticas, podríamos asociar un elemento central que a modo de estrella mítica ilumina las visiones, acciones y creencias de las principales culturas de estos territorios. Hombres de maíz en Mesoamérica: Mayas y Aztecas; Seres de agua en Colombia: Mhuisqas; y un Imperio del Sol en Suramérica: Incas. Ese sería un tentativo mapa, un esbozo general de cartografía simbólico-mítica del imaginario de las grandes culturas precolombinas, una apuesta de matriz mito-poética que hace posible navegar, a partir de una imagen, el océano de nuestras culturas. Aunque se pueda nombrar como un reino solar al de los Mhuysqas o como una cultura del maíz, es más que legitimo afirmar siguiendo sus prácticas y su cosmogonía, que aquellos llamados también Chibchas eran unos seres de agua; una cultura indígena en la que a partir de su mito sobre la creación del hombre (el mito de Bachué), germinó un dinamismo ritual que encontraba en el agua su elemento de origen, la matriz transparente del fuego de la vida, el umbral siempre abierto a sus ancestros Mayores; la perfección natural hecha templo, diosa y semilla. Bachué o Batchué, la madre primigenia del pueblo Mhuisqa que con sus fértiles pechos alimentó a su estirpe, emergió del agua, brotó de ese útero de cristal donde el cielo se admira, de ese brebaje sublime donde germina la vida, de esa cavidad sagrada que el lenguaje secular llama a secas laguna. Para los indígenas muiscas el templo es el territorio: la tierra, el bosque, la laguna. Allí están sus iglesias, sus santuarios, sus lugares sagrados; esos son los modos como se manifiestan sus dioses, la forma como se hacen cuerpo sus mitos, la manera natural de ser de sus Grandes Ancestros, sus Padres Mayores. Múltiples referentes de la naturaleza representan para los indígenas sus más antigua paternidad, su holística ascendencia.

Padre y Madre encarnan en todos los elementos, sustancias y cuerpos naturales que sustentan y son parte esencial de nuestras vidas: Madre laguna o Madre agua (Sie es la diosa del agua y xiua su modo más divino de manifestarse, su manera de ser más sagrada: la laguna), Padre Sol o Sue, Madre Luna o Chía, Padre Aire y Padre Fuego, Madre Bachué y Madre Tierra, y así con muchas manifestaciones de la naturaleza, incluyendo por supuesto animales, minerales y plantas. De tal forma el oro, la rana, la hoja de coca y el tabaco son también encarnaciones de la divinidad, en el caso de los dos últimos, son Grandes Abuelos, dadivosos Padres que nos brindan su compañía, sabiduría y palabra de consejo. Eso fue lo que nos contaron los “Pabas” sobre la hoja de coca o “hayo” y el ambil o miel de tabaco, plantas que son Madre y Padre, encarnación del eterno femenino y el eterno masculino que se unen y complementan en la boca de esos hombres para conectarnos con lo elemental, lo eterno y lo divino; con el espíritu dulce, sabio y amoroso de la Tierra que nos ha parido, de la Madre Natural que nos mantiene vivos. Agua, semilla, siembra, cuidado y gente, esas fueron las palabras, las metáforas y los hilos de luz con que se tejió el mensaje ancestral compartido en Las Margaritas: “hay que cuidar el agua, pues cuidar el agua es cuidar la semilla”, decían los “Pabas” Mhuisqas. El agua es la más sagrada semilla, es lo que somos nosotros y todo lo que se mueve y respira, es la savia vital de nuestra Madre querida, el corazón cristalino del milagro de la vida. “Hay que aprender a sembrar gente, se nos olvidó sembrar gente”, advertían Wibi y Cuchavita, es necesario recordar cómo se siembran seres buenos y amorosos: gente gente, como dice la tradición; gente que cuide, ame y agradezca el alimento y las bendiciones que la Madre le brinda, gente que cuide y proteja el agua, gente que respete y ame todas las manifestaciones de vida; gente que sienta los animales, las plantas, el agua y las montañas como sus Padres y Hermanos, como su más íntima sangre, como miembros admirables de su propia y amada familia.

Una pedagogía del respeto, el cuidado y el amor por aquella Gran Familia llamada Naturaleza, fue la semilla que se sembró esa tarde en la gente gente de Las Margaritas. Cordiales hermanos de la montaña y el campo que agradecieron y valoraron el propósito de recuperar y hacer resurgir la memoria y la sabiduría de sus ancestros indígenas; el legado ético y ambiental de esa loable cultura que cree en la sacralidad del agua; la conciencia de humildad, agradecimiento y respeto hacia ese cosmos de seres que hacen posible la vida, hacia ese mundo de gentes que percibe el hombre Mhuisqa: gente río, gente bosque, gente piedra, gente pájaro, gente y más gente con la que el hombre comparte su temporal estadía en esa gran casa y hogar donde él uno más en el conjunto de la Familia. –Cuidar la semilla es cuidar el compartir, ese es el primer regalo. Hay que menguar y dejar la competencia, que es la enseñanza patriarcal de occidente y del capitalismo, y poner en práctica la compartencia, la tendencia a compartir, que es la enseñanza y el aprendizaje de la madre, del ser que se queda en el hogar, que cocina y comparte el alimento.

Aprender a compartir es entonces también aprender a sembrar y a cuidar el agua, la vida. Mucho tienen que enseñarnos culturas matriarcales como la de los Chibchas, culturas que gracias a su cosmovisión, sabiduría y creencias comprendieron que es en la feminidad donde se originan, producen y germinan las semillas más sabias y sagradas de la existencia y la naturaleza; es el polo femenino el que asegura la conservación, cuidado y protección de la vida y de sus hijos; es el género femenino el que por su misma condición de Madre, tiene en su sangre el sentido ancestral del orden, el cuidado, la protección, el amor, el amparo y el don bienaventurado de la compartencia. Semilla de agua en Las Margaritas, un lugar en donde gracias a una palabra ancestral que se teje y vive como vínculo, enlace tibio de seres vivos, nicho de memorias compartidas, espacio de la complejidad, de la calidez del afecto y la interrogación al misterio, fuimos empapándonos un poco de la lecciones vitales que le ofrecen al mundo condenado de la globalización, culturas sembradas en la tierra y en el agua como la cultura Mhuisqa, que se refleja en este espacio, en la existencia de organizaciones como el Colectivo cultural y ambiental Las Margaritas, constituido por familias que tienen un propósito común proteger el territorio y con el agua y la vida.

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