II. EL SUNAPA: SANTUARIO MUISCA DEL AGUA.
- CAMILO ÁNGEL URAZÁN
- 23 oct 2017
- 9 Min. de lectura
II
EL SUNAPA:
Santuario Muisca del Agua
Viajero: has llegado a la región más fecunda del agua
Una constelación de diamantes de agua ilumina todo el templo. Hogar de una comunidad de espirituales montañas, lagunas de cristal y unos frailes paramunos dedicados a producir estas gemas sagradas, al sur del Gran Cacicazgo Muisca de Bacatá, hoy Bogotá y sus alrededores, se levanta sublime y majestuoso un monasterio de niebla, pajonales y roca donde la tierra medita y las plantas lloran; un poema natural cuya ascética belleza nos convoca a la admiración, el agradecimiento y la ofrenda; un santuario del origen cuyo nombre nos recuerda que allí brota sin esfuerzo la flor del sosiego y la contemplación: Suma paz, así fue como los conquistadores bautizaron esas tierras frías que según el río profundo de la voz ancestral, los muiscas llamaban Fuysunga, “el lugar donde nacen todas las semillas”.
Sierra de piedras que silban y estrella fluvial que ilumina, el Sumapaz o Fuysunga es una geografía mística, un paisaje de agua y fuego donde el alma se purifica, el edén precolombino de los indígenas Muiscas. El Sumapaz, bautizado también como Sunapa en honor al Padre Sol y que traduce “Camino hacia el Padre”, es el Olimpo de los Andes, el útero primordial que para el Pueblo Muisca dio a luz todo lo conocido, el Templo Mayor donde los dioses chibchas engendran a sus amados hijos. Dicho en palabras claras el Sumapaz, Sunapa o Fuysunga es el Santuario donde el Padre Sol fecundó la Tierra para dar a luz la creación. Un Santuario aborigen donde nació el mundo y apareció también su civilizador.
Así como los judíos y los cristianos tienen el monte Sinaí, una montaña sagrada donde le fueron reveladas las leyes divinas o mandamientos al profeta Moisés, o los hinduistas y budistas tántricos el monte Kailash, la “preciosa joya de nieve” y cristal donde reside el dios Shivá o el buda de esa doctrina, así los colombianos y los Muiscas tenemos el Sumapaz, un macizo sagrado de montañas donde apareció el profeta Bochica para dar comienzo a su peregrinación y enseñarnos el arte del tejido, la construcción y la siembra, y el saber de la ética, la buena fe y la moral.
En el pueblo de Pasca, que traduce “cercado del Padre”, apareció este mensajero del Gran Padre Creador, ese Padre a quien los indígenas conocen con el nombre de Chiminigagua y personifican y asocian con la imagen del Sol, por parecerles entre todas las cosas existentes como lo más glorioso. Los Muiscas consideran a Bochica como la encarnación del Sol y el Padre de la humanidad, él representa el orden de las gentes y está asociado con los tiempos secos, es el civilizador y el desinundador. Así como Moisés abrió en dos el mar con su bastón para que pasara su pueblo y se salvara de la persecución y la esclavitud, así Bochica abrió en dos las piedras del Tequendama para desinundar la sabana y permitir que su pueblo no se ahogara en las aguas del diluvio y en las noches de Huitaca.
Lo que para los conquistadores españoles era un lugar peligroso y triste, para los indígenas nativos es un territorio santo, el templo más cercano a su deidad mayor, un lugar asociado con las fuerzas divinas de la creación y el origen del hombre, un dominio donde los humanos no deben entrar. Así ven el páramo de Sumapaz los Abuelos Muiscas, el pueblo que mayor herencia socio-cultural ha dejado en la Sabana de Bogotá y sus áreas cercanas, a pesar del infatigable proceso de aculturación, silencio y muerte que pesa sobre su historia.
Aunque los pueblos indígenas Sutagaos y Panches también habitaron, honraron e hicieron uso de los recursos naturales del páramo para su alimentación y provecho, es el pueblo Mhuisqa el que considera el Sunapa o Fuysunga como la Sierra Madre, un cuerpo mítico donde se engendra ese oro transparente que brilla en todo lo vivo, un ser divino donde ocurrió y ocurre la gestación constante de la semilla sagrada de donde brotó su pueblo: el milagro del agua.
Viento, neblina y frío, fueron los dioses de este olimpo andino que consiguieron que el páramo más grande del mundo no fuera explotado y arrasado por la ambición insaciable de los españoles, quienes desde sus primeros contactos con el ecosistema lo percibieron como un lugar hostil, inhóspito y de cuidado; una región de leyendas, desolación y misterio a la que bautizaron como el “País de la niebla”, a causa de la alta nubosidad que se presenta al nivel del suelo y que genera una gran disminución de la visibilidad.
De acuerdo con los registros históricos los primeros contactos de los españoles con el páramo, se presentaron en una expedición realizada entre 1535 y 1538 por los conquistadores alemanes Georg von Speyer, llamado Jorge de Espira en español, y por el conocido Nicolás de Federmann, quienes atravesaron los llanos orientales desde Venezuela buscando el mítico tesoro de El Dorado; repetida y legendaria aventura que condujo a muchos a la muerte, pero a este par de alemanes los llevó al encuentro del páramo de la Suma Paz, un territorio que les dio la impresión de hostil y que describieron como “una tierra fría, alta y hondamente congelada”. Tierra brumosa y hermética que tiempo después llamaría la atención de distinguidos hombres de ciencia de todo el mundo, como el sabio José Celestino Mutis, el genio prusiano Alexander Von Humbolt o el ilustre prócer de la patria Francisco José de Caldas; aristocrática naturaleza que en nuestra época cautivaría el alma del naturalista español José Cuatrecasas, el maestro colombo-alemán Ernesto Guhl, reconocido como el “padre de los estudios geográficos modernos del país”, y del geólogo y botánico colombo-neerlandes Thomas Van der Hammer.
Fue solo el avance de la historia y las ciencias lo que permitió vislumbrar y descubrir que, en efecto, aquel territorio que espantó a Federmann y encantó a Humbolt, es sin la menor duda el famoso Dorado de los Muiscas y de todos los colombianos. Prueba de ello es que en sus tierras, curiosamente en el mismo pueblo de Pasca al que llegó abatido y decepcionado Nicolás de Federmann en busca de la ciudad de oro, fue el lugar donde se halló la balsa que representa esta cultura y este mito ante el mundo, la famosa balsa muisca. Extraordinaria e irónica coincidencia histórica que hoy nos pone a pensar y considerar si una de las mayores reservas de agua dulce y biodiversidad del mundo es o no El Dorado; si una sierra de montañas sagradas para una cultura precolombina que cree que allí nació el universo y la vida, y donde apareció además el gran profeta Bochica (también en Pasca), es o no un tesoro invaluable que hay que cuidar; o simplemente si el páramo más grande del mundo que produce y provee el agua para muchos pueblos colombianos y millones de personas en el sur de Bogotá, es o no un ecosistema estratégico prioritario que el Estado Colombiano, y sus ciudadanos, debemos proteger para asegurar nuestra propia sobrevivencia.
Si Colombia es el “País del Agua”, el Sumapaz es su capital. Saltan a los ojos como fantásticas gotas de luz que brotan de una cascada, las cualidades épicas que hacen privilegiado y esplendido el ecosistema del páramo “donde nacen todas las semillas”. La fecundidad del agua y la biodiversidad son las virtudes excepcionales que convierten el Sunapa en un territorio vital, un museo vivo de historia natural y una reserva invaluable de fauna, flora y futuro para toda la humanidad.
De acuerdo con Parques Nacionales Naturales de Colombia “la región del Sumapaz es considerada como uno de los grandes centros de diversidad de plantas en el mundo. En esta se encuentran representadas 148 familias, 380 géneros y 897 especies, de las cuales alrededor de 25 géneros son de flora endémica, 8% del total nacional”. No menos valiosa y encantadora es la fauna, de la cual confirman que se han registrado unas 260 especies de mamíferos, entre las que se destacan el chigüiro, el curí, la danta, el venado de cola y el venado colorado o soche, el tigre mariposo, el tigrillo, el puma, el oso de anteojos y el zorro cangrejero. Los anfibios, reptiles y aves son también un tesoro lleno de pintorescas joyas: gallinetas, cormoranes, gavilanes, quetzales, halcones, águilas, tinguas, patos, guacamayas, tucanes, loros y colibríes son algunas de esas piedras preciosas que vuelan y viven bajo la custodia de la majestuosidad del rey de los Andes. Del vultur gryphus magnifico, conocido en español como el cóndor andino y ungido en lengua quechua con un nombre más preciso: kuntur, que quiere decir “el mayor de las aves voladoras”, al insólito oxypogon guerinii, un colibrí endémico al que llaman barbudito, el Sumapaz se presenta como un excelso bosque de plumas donde germinan las alas más rápidas y más robustas. Aves de alta nobleza y envergadura o pájaros fugaces que a cambio de volar zumban, son algunas de las bellas especies que hacen del Sunapa un edén de agua diversa, donde la fauna propone un cuadro tan fino y rico como el de sus eminentes flores.
La montaña siempre es un espejo de lo que somos, un recorrido de la existencia del hombre o la metáfora propia de la vida, su comienzo, plenitud y descenso. La montaña o gua como la llaman los Muiscas, es para este pueblo una madre mítica que alberga en su cuerpo el mayor tesoro vivo que pueda el hombre encontrar, una sustancia sin máscaras que se torna espiritual por su incomparable naturaleza y su insondable misterio: el agua es a la montaña lo que es la sangre al cuerpo, una savia esencial que lleva vida a los suelos. Espejo, símbolo y metáfora la montaña es horizonte donde el hombre recuerda su condición de grano de arena y el ser humano descubre su deseo de ser piedra, polvo de voluntad que aspira a la trascendencia. Es por estas razones que unas montañas sagradas como el Sunapa, no son un lugar para hacer turismo vano y trivial, sino un espacio bendito reservado tan solo para la realización de conscientes y medicinales peregrinaciones en las que se limpie y se desintoxique el alma por medio de la experiencia de una tierra santa; un suelo bendito donde es posible sentir el misterio glorioso de las fuerzas divinas concibiendo el milagro vital del agua.
A este tipo de lugares va el yo urbanizado y conquistado en su interior por el caos y la frivolidad de las tecnologías, a reconciliarse con su condición natural, simple y divina, con ese yo esencial que pulsa, late y vibra en la frecuencia adecuada cuando se reconoce como parte de un todo, como célula activa e integrada a un organismo vivo, como hijo responsable del cuidado de una Madre que le ha dado familia, alimento y abrigo, y que a pesar del maltrato e impía ingratitud, sigue brindando con naturalidad todos los recursos para que aún sus hijos respiren, coman y luchen por superar la condena de su egoísmo.
La magia y la alquimia de la vida se expresa en el Sumapaz con una belleza lírica, un canto sublime de sol y de agua que hace de la montaña un bosque de niebla, donde el alma conquista la luz anhelada con flores de silencio y fuegos de transparencia. En el páramo no se mira, se contempla; a las lagunas sagradas no se lleva basura, sino ofrendas; a un santuario del agua no se va de turismo o diversión paisajera, sino con la convicción profunda de bañarnos de pureza y limpiar el alma oscura de las sombras que nos aquejan, para hacer cierto y posible que en nuestra vida amanezca, para hacer que el río fluya bajo el sol y las estrellas.
Flores irrepetibles que hacen única esa tierra, animales paradisiacos que llenan ojos y oídos de una celestial belleza y un agua bendita que vale más que cualquier gema, son algunos de los motivos materiales que exigen blindar con acuerdos, leyes y conciencia, un territorio donde la visión ancestral percibe la raíz de la vida y la lógica occidental, por muy obtusa que sea, nuestra propia sobrevivencia. Pasado, presente y futuro de la existencia humana se conjugan en el Sunapa, una sierra de todos los colores donde el arco iris canta, una selva de montañas discretamente áridas donde la fecundidad del agua más que un hecho de ciencia parece un acto de magia, la perla mística de América donde el espíritu comprende que su misión en estos tiempos es el cuidado y amparo de la causa corporal de su divina presencia: eso que en palabras prácticas llamamos naturaleza y en el lenguaje sensato, consciente y agradecido de los pueblos ancestrales denominan Madre Tierra.
Lo del páramo es cuestión mística, un paisaje espiritual donde el mito es experiencia y dios una sensación de comunión con la tierra. Contrario a los lugares calientes, que al dilatar nuestras células nos inducen a la expansión natural y voluptuosa del fuego, en el páramo somos agua que se recoge en su cuenco para ser lago y espejo; río de nostalgia y sueños que retorna a su madre para limpiar sus reflejos; animal de ojos morales que depura con lágrimas el caudal de sus sentimientos. Percibir el páramo del Sumapaz como un conjunto de funciones biológicas que prestan unos servicios ambientales para la sobrevivencia humana, es reducir al egoísmo de lo práctico y utilitario, una geografía que exige ser comprendida y valorada por una visión que otorgue el nivel de importancia y trascendencia cósmica, ambiental y espiritual que tiene ese lugar para el hombre y el resto de especies que de él viven y dependen. El Sunapa es agua, pero además es paz; es carnaval andino de biodiversidad y tierra santa de peregrinación de ese credo universal llamado Vida y esa fe sin doctrinas llamada amor; es santuario Mhuisqa del dios Xué y Bochica y reserva planetaria de equilibrio, serenidad y armonía; es un páramo irremplazable donde anidan los dioses chibchas y una familia de montañas curativas, donde se limpia con visiones precolombinas y horizontes de frailejón, el corrompido y apático corazón del hombre contemporáneo.
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