I. LOS ABUELOS MUISCAS: HIJOS DEL SOL Y LA LUNA CON UN CORAZÓN DE AGUA.
- CAMILO ÁNGEL URAZÁN
- 10 oct 2017
- 13 Min. de lectura
I
EL SUNAPA:
SANTUARIO MUISCA DEL AGUA
“La degradación del indio hasta el punto en que le vemos es obra del gobierno opresor que nos ha embrutecido por espacio de tres siglos consecutivos. El indio era hombre en México, en el Perú y en la Cundinamarca; tenía artes, oficios, leyes, vivía en sociedad, conocía el arte de la guerra y conocía también su dignidad. Hoy, embrutecido, no sabe sino temer a sus tiranos y satisfacer groseramente las más urgentes necesidades de la vida. Estas escenas vergonzosas para la humanidad se han repetido muchas veces”.
Francisco José de Caldas
Memoria primera del Semanario para 1810
Los Abuelos Muiscas: Hijos del sol y la luna con un corazón de agua.
En la región del cóndor y de la mantas vivían nuestros primeros Abuelos; hombres y mujeres que la historia nos presentó con el nombre de Muiscas, palabra que significa “gente”, o como declaran sus herederos vivos “gente-gente”, una expresión incluyente dentro de la que cabe cualquier persona que se sienta Muisca y quiera caminar la elección de pertenecer a este pueblo en proceso de reconstrucción y re-existencia. Kuntur marqa o Cundinamarca (término de probable origen quechua), que quiere decir “Nido o región del cóndor”, y Boyacá, de origen chibcha y que traduce “cercado o región de las mantas”, fue el lugar donde se establecieron y vivieron nuestros ancestros Muiscas, esos primeros padres y madres de todas las familias originarias del altiplano cundiboyacence.
Fue a una tierra bendecida donde llegó el hombre blanco hace unos quinientos años. La ciudad de Bogotá, a la que los Muiscas llamaban Bacatá, expresión de múltiples interpretaciones que significa “Tierra donde habitan los dioses” y “Cercado donde termina la labranza”, era en esa época una extensa sabana cubierta por organizados poblados indígenas, islas de bosques nativos, fértiles lagos y siembras, y bañada por abundantes y cristalinos ríos y quebradas; en definitiva, un próspero paraíso al que debido a la cantidad de aldeas y el tamaño de algunos bohíos, los conquistadores bautizaron como “Valle de los Alcázares”, que es como decir “El Valle de los Castillos”.
A la llegada de los españoles, Bacatá era un paisaje venerable que parecía estar todavía mojado y blando a causa del diluvio; aquella inundación intemporal que según el mito Muisca, produjo el dios Chibchacum disgustado por la entrega del pueblo al espíritu nocturno de la diosa Huitaca y por la desobediencia de los mandatos de origen de la Madre Bachue sobre el cuidado del territorio y el cuidado del agua. Un diluvio precolombino que hizo que toda la sabana fuera hace miles de años un gigantesco lago llamado Funzé; nombre con el que los indígenas denominan también al hijo más noble de este gigante desaparecido: el famoso y degradado Río Bogotá. Río que según algunos ecos y voces de la tradición es también llamado Funzá.
Vista desde lo alto del cerro de Suba, la sabana de Bogotá se mostraba como una
hermosa ruana verde tejida con hilos de agua y adornada con brillantes ojos de laguna. Incontables ríos y quebradas recorrían esa fabulosa pradera donde florecían varias aldeas de las que reconoceríamos el nombre, a pesar de no saber que su origen es Muisca: Suba, Tuna, Tibabuyes, Usaquén, Teusaquillo, Engativá, Chía, Cota, Fontibón, Techo, Bosa, Usme, Soacha, y quien sabe cuántas más. En cada una de ellas se alzaban esas efímeras flores de bahareque en que el hombre amerindio soñó su verdad; esos austeros bohíos hechos de tierra húmeda y paja entretejida a un cercado de cañas, donde el hombre se hace tribu y la memoria ancestral.
Según los hombres de ciencia y la caprichosa voz de la historia, en el llamado “País de los Chibchas” que descubrió un señor Gonzalo, se había desarrollado la tercera cultura más avanzada de la América precolombina, después de los Aztecas y el Imperio Solar de los Incas. Fue precisamente por las colinas de Suba o Zuba, que quiere decir “racimo, cosecha o fruto”, que llegó el flagelo de España a exterminar y destruir con el fuego de la cruz y de la espada, la valiosa cultura y civilización del agua de nuestros ancestros Muiscas. El 5 de abril de 1537, después de un año exacto de haber partido de Santa Marta al mando de 670 infantes, el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada llegó con 169 hombres hambrientos, débiles y enfermos, al gran cacicazgo o clan Muisca de Bacatá; un territorio que tenía su centro de gobierno en Funza y que llegaba hasta Nemocón y Facatativá, importantes poblados indígenas que tienen también su propio significado. Funza: “Varón poderoso”, Nemocón: “Lamento o rugido del guerrero” y Facatativa: “Cercado fuerte al final de la llanura”.
Las afortunadas tierras a las que llegó Jiménez de Quesada estaban bajo el mando y control del Zipa, quien representaba la figura de gobernante supremo en la zona de Cundinamarca. Para aquel momento el Zipa encargado se llamaba Tisquesusa, y sus súbditos se consideraban descendientes de la Luna, y los del gobernante supremo de la región de Boyacá, llamado Zaque, se consideraban descendientes del Sol. De tal forma llegó España al “País de los Chibchas”, a la tierra bendecida de nuestros Abuelos Muiscas: Hijos del Sol y la Luna con un corazón de agua, un pueblo y una cultura que se guardó en las montañas para evitar su exterminio y hoy vuelve para enseñarnos que somos todos lagunas, cuerpos sagrados de agua que vibran con la palabra.
Son incontables los nombres que pronunciamos sin saber que su Madre es la lengua Muisca o Muysccubun, y son innegables las raíces y las lecciones que este pueblo nativo, del cual los cundinamarqueses y boyacenses provenimos, tiene para compartirnos y ayudarnos a vivir mejor. Es por eso que el propósito de este texto o camino de palabras es hacer un acuerdo y unir los corazones, (eso significa según su origen la palabra acordar) en torno a la elaboración de un canasto donde quepamos todos, un canasto de abundancia, memoria e identidad, un canasto hecho del tejido colectivo y comunitario de la memoria ancestral; esa misma memoria viva e innegable que nos teje desde adentro como etnia y como pueblo: según la ciencia “la mayor huella de los ancestros chibchas se halla en el cuerpo del mestizo, el mismo que sobrevivió tanto a las enfermedades europeas como a la americanas, llámese bogotano, tunjano, bumangués, cucuteño u otro: casi el 80% del ADN mitocondrial, el que se transmite por línea materna, es de origen indígena en Cundinamarca, Boyacá y Santanderes” (José V. Rodríguez Cuenca, Los Chibchas: hijos del sol, la luna y los Andes).
Hecho este acuerdo feliz entre nosotros, el acuerdo de reconocer y aceptar que como habitantes de la tierra del cóndor y de la mantas todos somos descendientes del pueblo indígena que floreció en el altiplano, es decir, somos Muiscas, y por eso las raíces de nuestro profundo árbol familiar no son de color mestizo sino de sangre ancestral, ahora nos corresponde conseguir las fibras y hebras para tejer ese canasto. Surge aquí la gran pregunta: ¿Dónde hallar ese invaluable material con que se tejen la cultura, la memoria y la identidad? Sin duda alguna en el lenguaje, las creencias y en la manera cultural de un pueblo, es decir, en aquellos usos y prácticas cotidianas y ceremoniales donde se expresa su hacer, su sentir y su pensar. De acuerdo con esto nuestra tarea entonces consiste en recordar, que quiere decir volver a pasar por el corazón, todos esos hilos de luz que son las palabras, las costumbres y las maneras de percibir y actuar en el mundo de los Abuelos Mhuisqas, para de esta manera poder recibir el legado y herencia que nuestros antepasados nos dejaron sembrado en la tierra y en nuestra propia sangre.
Es precisamente para eso, para recordar, revivir y despertar la memoria ancestral de nuestra sangre y la de un territorio vital, que decidimos “Retomar el camino hacia el Sunapa”, el camino ancestral del cuidado y protección del sagrado Páramo de Sumapaz, un invaluable corazón de agua donde según la tradición Muisqa el Padre Sol y la Madre Luna emanan y custodian la vida desde esas montañas. A pesar que para los Abuelos Muiscas todos los cerros y lagunas son sagrados, el páramo de Sumapaz, denominado también como Sunapa, que quiere decir “Camino hacia el Padre” y hace referencia al Padre Sol, es de entre todos sus santuarios el de mayor importancia, pues es considerado como el lugar elegido donde la vida tuvo un comienzo, como la tierra santa donde las fuerzas divinas se manifestaron para dar origen a la creación.
Los ancestros Muiscas tienen una íntima relación de carácter religioso y espiritual con
la naturaleza: ella es la Madre y de su vientre emanan algunas de sus principales deidades, entre ellas el agua; un elemento vital que fue elevado a la condición de diosa y es llamada y adorada con el nombre de Sie (o Sia), denominación a la que añadiendo la palabra gua, que significa “en lugar alto, colina o montaña”, resulta el término Muisca para designar sus oratorios más respetados, sus catedrales más altas, el lugar bendito donde hombres y mujeres se reúnen para hablar con sus dioses, pedir perdón y bendiciones, hacer ofrendas y dar las gracias. Sie-gua: agua entre colinas o agua entre montañas, así se dice laguna en lengua Muisca, así se dice iglesia, catedral y basílica en la lengua de una civilización adelantada que supo que el pasado, el presente y el futuro de la vida están en el agua, una civilización para la que el agua no es un servicio público sino la sagrada Madre y útero de donde surgió su pueblo.
Para los muiscas el aqua o agua equivale también al grano de maíz, un alimento divino de donde surgen algunos de sus dioses, una palabra de aliento que nutre con sus colores, un fruto del origen que representa la luz que le ha sido dada a los hombres para afrontar las tinieblas, el símbolo esencial alrededor del cual muchos pueblos de América tejen la urdimbre de sus mitos, sus ritos y sus más profundas creencias. Si bien los Muiscas fueron y son un pueblo destacado por el dominio del arte de la orfebrería y del tejido, es en el área de la alimentación y la gastronomía donde hoy se hace palpable la trasmisión histórica de su legado y memoria. Mazamorras, amasijos y fermentos cuentan la historia de una cultura de agricultores y cazadores que asumieron el maíz como su fruto elegido, su alimento excelso, el manjar que los dioses protectores con generosidad y afecto les dieron para nutrir sus fiestas y sus creencias, para llenar de dulce y divina luz la mesa, las totumas y los cuencos.
El proceso de esclavitud y sometimiento de los indígenas Mhuisqas en la Colonia, y su correspondiente transformación hacia la sumisión y la servidumbre en casa de los españoles y luego de los mismos criollos, hizo posible que las mujeres indígenas, que pasan a ser denominadas como campesinas, fueran las encargadas de las labores de la cocina y pudieran producir, resguardar y compartir las recetas de las arepas, envueltos, mazamorras, sopas, mutes, tamales, coladas, cocidos, masatos, guarapos y de la más famosa, estigmatizada y simbólica bebida ancestral del Pueblo de nuestros Abuelos: la célebre chicha o como se dice en lengua Muisca, la sagrada fapqua, un fermento de maíz del que se cuentan más de 20 tipos de preparaciones diferentes, incluyendo en su elaboración la mezcla con otros granos o alimentos como la piña, la zanahoria y la miel. He aquí la sorpresa de caer en cuenta que en platos y comidas que son populares y conocidas se ha perpetrado la herencia, la memoria y la identidad de nuestros ancestros Muiscas, un legado que en muchas ocasiones ha pasado por las manos de nuestras propias familias.
Aunque se pueda nombrar como un reino solar al de los Abuelos Muiscas o como una cultura del maíz, es más que legitimo afirmar siguiendo sus prácticas y su cosmogonía, que aquellos llamados también Chibchas eran esencialmente unos seres de agua; una cultura indígena en la que a partir de su mito sobre la creación del hombre (el mito de Bachué), surgió un dinamismo ritual que encontraba en el agua su elemento de origen, la matriz transparente del fuego de la vida, el umbral siempre abierto a sus ancestros Mayores; la perfección natural hecha templo, diosa y semilla. Bachué o Batchué, la madre primigenia del pueblo Muisca que con sus fértiles pechos alimentó a su estirpe, emergió del agua, brotó de ese útero de cristal donde el cielo se contempla, ese brebaje sublime donde germina la vida, esa cavidad sagrada que el lenguaje secular llama a secas laguna, y nuestros ancestros Muiscas llaman Sie-gua, que equivale a decir: Diosa y Madre Agua que habita entre las montañas.
Los Muiscas comprenden la naturaleza como un todo, un cuerpo armónico y venerable donde cada elemento es parte esencial de una unidad, un ser que respira, siente y piensa; una Madre llamada Uaia que encarna en todo ser vivo que nace en el planeta. La Madre Tierra para el indígena no se reduce al vocablo inanimado que el hombre occidental conoce como naturaleza, la Madre Uaia es una diosa y un espíritu omnipresente que habita, vibra y late en el cielo, el aire, las plantas, las rocas, los minerales, el hombre y en todos los animales. Colinas, árboles y agua son versos de un mismo poema que la Madre Uaia baila y canta.
Los cerros y cumbres por su elevación son para los Mhuisqas lo más próximo al cielo, el centro del mundo y del cosmos; la montaña simboliza la residencia de las divinidades solares y las cualidades superiores del alma, por eso es sagrada. Las lagunas en lo alto de los montes y ríos son motivo de devoción, lugar de sagrados rituales y significan el nacimiento de su civilización. Los árboles son el símbolo de los poderes femeninos de la fertilidad y la procreación. Toda la energía vital de la tierra se encuentra representada en la montaña; es en ese lugar, concretamente en la laguna o sie-gua, donde el hombre Muisca va a hacer sus oraciones, plegarías y ofrendas. Esa es la iglesia y el santuario donde nuestros Abuelos van al encuentro con sus dioses, es el templo y la catedral donde los hijos del Sol y de Luna van a limpiar y pulir su profundo corazón de agua. Siegua y Xiua, que quiere decir lago, son la matriz de esa Madre que fecunda el Padre Sol con su semilla de luz, el útero de esa diosa que alimenta el ser humano con su palabra de amor, con su dulce pensamiento y el fervor de su silencio o la pasión su voz. En presencia del agua se calla, se habla, se canta y se baila, pero todo se hace con la firma profunda y transparente de la fe y del corazón.
La presencia del agua en algunos sucesos y ceremonias de la vida Muisca encuentra especial expresión en el nacimiento, la pubertad de la mujer, la ceremonia de “correr la tierra”, la consagración de los jeques, la muerte del cacique, y en ciertas historias o leyendas como la de la cacica de Guatavita, y mitos como el de Bachué y Bochica. Todas sus peregrinaciones y ofrendas encuentran en las lagunas el lugar de consumación.
Aunque las lagunas de Guatavita, Guasca, Siecha, Teusacá y Ubaque, sean reconocidas como los cinco lugares centrales en los que los Chibchas se consagraban a sus divinidades acuáticas y solares, no es posible negar hoy en día siguiendo sus creencias y cosmogonía que el páramo de Sumapaz o Sunapa representa y constituye el más grande y sagrado Santuario Muisca, pues este territorio alberga la mayor cantidad de lagunas, es decir, de templos, catedrales e iglesias, de las que se tenga registro en el área que vivieron y habitaron nuestros ancestros. Adicionalmente guarda en su interior y es sin la menor duda una de las mayores reservas de agua dulce de la humanidad, pues la metáfora que hemos usado para referirnos a él, es incuestionablemente un hecho literal antes que literario: el Sumapaz es un corazón de agua tan importante y valioso como el lago Baikal, la llamada “perla de Asía”, donde se estima se encuentra el 20% de agua dulce no congelada del mundo y ha sido nombrado y reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Distinción, nobleza y título para los que hace más que méritos el páramo más grande del mundo, un lugar que de estimarse la cantidad de agua que ha producido y está en capacidad de producir, es indiscutible que se pueda comparar en importancia y valor con ese precioso e invaluable lago de Asia.
El Sunapa es el Santuario Muisca del Agua, y en sus tierras paradisiacas es posible hallar basílicas, catedrales e iglesias donde el hombre o mujer con el alma enferma puede ir a limpiar su corazón, sus pulmones y sus ojos, para que le sea posible ver y sentir que la Tierra está viva, respira y es una con él o ella, que la paternidad más antigua a la que le debe la vida se llama Naturaleza y que el agua es la leche y la sangre que con dulzura y amor le brinda su venerable y maltratada Madre.
Para apropiarse del papel sagrado de los cerros y lagunas, los misioneros españoles ordenaron construir en sus cimas –o lagos desecados– los nuevos templos católicos, erigiendo en cada sitio una iglesia y convirtiendo los lugares santos de los indígenas en lugares de peregrinación y culto del catolicismo. No sobra recordar que Monserrate era el cerro de Bochica y Guadalupe la colina de Huitaca. De esta manera se aplastaba, destruía y talaba de raíz las respetables y sensatas creencias Muiscas; mientras los mismos sacerdotes de la fe católica, patrocinaban matanzas y torturas en procura de ubicar los llamados “adoratorios y santuarios de los naturales”, para poder llevar a cabo sus nefastas campañas de “extirpación de idolatrías”: vulgar eufemismo cristiano usado para saquear y robar en nombre de Dios todo el oro y las piedras preciosas, ofrecidas como pagamento por nuestros ancestros a sus múltiples dioses.
La industria de la muerte y la explotación de la Corona española tenía claro que solo imponiendo el cristianismo y la lengua, podría contarse con los indígenas como verdaderos vasallos. Los principales ríos y montañas de la ciudad cambiaron su nombre aborigen por uno asociado al imaginario cristiano. Fue de este modo como los españoles impusieron su cultura y sus creencias sobre el espacio prehispánico, y como invisibilizaron, silenciaron y condujeron con la complicidad de la nueva república y sus elites, casi al olvido, nuestro glorioso pasado.
Es y solo puede ser de la misma manera que fuimos en nuestro espíritu colonizados, entiéndase a través de la recuperación, difusión y puesta en práctica de la cultura indígena propia y legitima del territorio, su lenguaje y sus creencias, como se puede llevar a cabo un proceso de descolonización y liberación verdadera del yugo occidental, que aún llevamos en los ojos, las neuronas y las venas; una dominación y servidumbre que se hace evidente en la falta de conciencia y valoración de nuestra sangre ancestral y de la incomparable riqueza que representa el patrimonio cultural, arqueológico y ambiental que nos han dejado los Abuelos Muiscas. Un legado y una sabiduría que hoy constituye, sin lugar a dudas, el mejor camino para lograr la voluntad y la conciencia individual y social sobre la urgente necesidad de cuidar, proteger y defender el sagrado Páramo de Sumapaz, un territorio y ecosistema estratégico del que depende el agua que alimenta, baña y limpia a millones de personas en Bogotá, Cundinamarca y otros tres departamentos de la Cordillera Oriental (sin contar aquellos a los que benefician y para los que son indispensables las aguas que nacen en sus tierras).
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